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EL DESGOBIERNO DEL APRENDIZ: AUTORITARISMO, GUERRA Y PANDEMIA
Balance del segundo año de gobierno de Iván Duque
PRÓLOGO
Jesús Alfonso Flórez López[1]
Al hacer balances sobre la gestión de cualquier gobierno siempre habrá que considerar, usando el lenguaje de la economía y la contabilidad, los réditos y el déficit, pero en este caso no se abordará desde la arista de ganancias y pérdidas monetarias sino que se apuesta a una visión del conjunto de las políticas, acciones y omisiones del ejercicio de gobierno respecto a la sociedad nacional y a la comunidad internacional.
El presente texto es una polifonía del pensar y sentir de diversos sectores sociales sobre el actual Gobierno Nacional en su segundo año, es decir, a la mitad de su mandato. Las oportunas reflexiones abordan los diversos tópicos que engloban la perspectiva gubernamental del partido político que está en el poder.
La mirada desde los territorios permite afirmar que ha sido nula la materialización de la apuesta señalada en el Plan Nacional de Desarrollo, denominado “Pacto por Colombia. Pacto por la Equidad”, pues el Gobierno no ha realizado en sentido estricto un “Pacto” con el país, cuyo vocablo es la raíz de la palabra “Paz”, en cambio sí ha procedido a desmontar las iniciativas sociales, comunitarias y estatales de avanzar hacia la consolidación de una “Paz Estable y Duradera”. También hay ausencia de indicadores fiables que soporten avances hacia la “Equidad”, contrario sensu, las cifras y los hechos señalan el aumento de las condiciones de inequidad en todos los órdenes, lo cual ha quedado más evidente en este último semestre con ocasión de la pandemia del Covid 19.
A todo gobierno le corresponde mirar y atender al conjunto de la sociedad, sin embargo, lo que se observa en estos dos años es la imposición de una política partidista centrada en atacar o debilitar los intentos de construcción de paz que realizó el anterior presidente, porque supuestamente con la firma del Acuerdo de Paz se “tomaron decisiones equivocadas”. Realidad que se sustenta en la inacción ante el incremento exponencial de violencia contra el liderazgo social que le ha apostado a la paz, en la desprotección de los firmantes del Acuerdo de Paz y en la reducción simplista de la explicación de la violencia a una disputa de particulares por el negocio del narcotráfico, negando con ello la existencia del conflicto armado. El Gobierno desde el discurso mediático se asume como “víctima”, así esconde una vindicta en territorios y poblaciones determinadas que configuran sin duda una práctica genocida, como bien lo denunció Monseñor Darío Monsalve, arzobispo de Cali.
Aunque el Gobierno evada su responsabilidad política, la agudización del conflicto corresponde a la no aplicación integral del Acuerdo de Paz, al no avanzar en el Fondo de Tierras para los campesinos, en no consolidar la implementación del “Plan Nacional de sustitución de cultivos de uso ilícito-PNIS” y reeditar la fallida “guerra contra las drogas”, en hacer de la Comisión de Garantías de Seguridad un escenario para ofrecer estadísticas pero sin capacidad de actuación efectiva en los territorios según sus funciones, entre las cuales está orientar la desactivación de los grupos procedentes del paramilitarismo que elevaría la protección a las comunidades.
Al cierre de la edición, registramos con dolor e indignación que el 21 de agosto, hubo 3 masacres: en Tumaco- Nariño, el Tambo-Cauca y Arauca-Arauca, las cuales se sumaron a las acontecidas en los 10 días anteriores en Cali- Valle del Cauca, Samaniego-Nariño y Ricaurte- Nariño, que dejan 33 personas asesinadas y se enmarcan en las 43 masacres que han ocurrido en Colombia durante 2020. Un agravante adicional es que el Gobierno las califica con el eufemismo de “homicidios colectivos” para desdibujar lo que realmente son: masacres.
Como respuesta de la sociedad, en la primera mitad del segundo año de gobierno hubo una movilización en los territorios que desencadenó en el Paro Cívico de noviembre de 2019, el cual continuó de forma escalonada hasta el primer trimestre de 2020, cuando fue contenido por el aislamiento social que se impuso por efectos de la pandemia. Fenómeno que se analiza con rigurosidad en el presente texto y que deja al descubierto la crudeza de la inequidad con relación al conjunto de los derechos en materia de trabajo, alimentación, salud, agua y vivienda. De igual manera, se expone cómo la pandemia ha sido utilizada para consolidar el debilitamiento del Estado Social y Democrático de Derecho, al pretender la concentración de los poderes y monopolizar las direcciones de los órganos de control.
El clamor social por la exigibilidad del cumplimiento de los Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales llama a la reflexión sobre la inaplazable necesidad de exigir al Gobierno que asuma el principal compromiso de orientar el país hacia el logro del bien común, y no al favorecimiento de los intereses de minorías económicas. Al respecto, es preciso traer a colación esta reflexión:
“…el bien común es la razón de ser de la autoridad política. El Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil de la que es expresión, de modo que se pueda lograr el bien común con la contribución de todos los ciudadanos…El bien común de la sociedad no es un fin autárquico; tiene valor sólo en relación al logro de los fines últimos de la persona y al bien común de toda la creación.”[2]
Esto último convoca a pensar que el bien común se relaciona con la protección de los “bienes comunes”, es decir, a lo que los pueblos originarios consideran como los elementos esenciales para el buen vivir, y no como recursos naturales. Por ende, no han de ser objeto de apropiación para el usufructo mezquino del capital, como es la extracción del petróleo mediante fracking o la eventual explotación minera en zonas de Páramo, que durante la campaña electoral se prometió no se realizarían pero que ahora como Gobierno se pretende implementar a toda costa. Temas sobre los cuales el movimiento social se ha hecho notar en defensa de la “casa común”.
Preocupa que, el desgobierno respecto al bien común, concentre sus esfuerzos en los próximos 24 meses a servir de abogado defensor del llamado “jefe natural” del partido en el poder. Proceder que, además de lacerar la independencia del poder judicial, representaría el menosprecio a la Constitución, que como han anunciado se proponen cambiar para poner un sistema de justicia a su favor, sin importar los compromisos asumidos en los pactos internacionales, empezando por los referidos a los Derechos Humanos en su conjunto y los relacionados con el rol de la comunidad internacional como garante y acompañante de la construcción de paz en Colombia.
Esperamos que la lectura de esta multiplicidad de reflexiones desde el prisma de los Derechos, el diálogo con los territorios y los distintos saberes, contribuya a fortalecer el pensamiento crítico, propio de toda vida democrática, para seguir consolidando las acciones de la sociedad que busca encuentros entre todos los sectores que la integran para allanar un camino de civilidad y reconciliación.
[1] Teólogo y Antropólogo. Doctor en Antropología. Acompañante de procesos comunitarios en el Pacífico, de la CRPC y la CIVP. Decano de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Autónoma de Occidente.
[2] Pontificio Consejo “Justicia y Paz”. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Números 168 y 170 publicado en: http://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/justpeace/documents/rc_pc_justpeace_doc_20060526_compendio-dott-soc_sp.html#Significado%20y%20aplicaciones%20principales